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Historias de la guerra Thargoide "El comandante desconocido de HIP 20616"

El sistema HIP 20616 había sido un faro de esperanza para los colonos humanos en esa remota región de la burbuja, pero ahora era un campo de batalla. Los Thargoides, esa amenaza alienígena que acechaba en la oscuridad del espacio, había invadido el sistema y lanzado un asalto brutal sobre uno de los asentamientos principales. Las naves de defensa eran superadas en número y potencia de fuego, aunque llegaban refuerzos y al poco caían víctimas de los interceptores Thargoides. Y con cada nave destruida, la esperanza de resistencia se desvanecía.

Entonces, sin previo aviso, apareció una nave en el radar de la estación. Era una Anaconda, un coloso de acero oscuro y blindaje reforzado, diseñada y equipada específicamente para el combate AX. No tenía insignias, ni identificaciones visibles, solo un ominoso brillo en sus armas. Nadie en el sistema conocía su origen o su bando, pero desde el primer momento, quedó claro que no era una nave común.

El piloto, un comandante desconocido, no se comunicó con la estación ni pidió autorización para aterrizar. Simplemente se lanzó al corazón de la batalla, con sus seis cañones de esquirlas resonando con un estruendo mortal. Durante 12 a 16 horas al día, su Anaconda luchaba sin tregua y con extrema violencia, cazando Thargoides uno a uno con una destreza que pocos habían visto. Ciclope tras Cíclope, Basilisco tras Basilisco, hasta las temibles Hydras caían destrozados bajo el fuego de esa nave letal.

El primer día de combate, el comandante demostró ser más que un simple piloto anti-xeno; era un guerrero despiadado, un exterminador implacable. Los técnicos en la base observaban asombrados cómo la nave regresaba una y otra vez, destrozada, casi irreconocible, a veces al borde del colapso total de sistemas, pero siempre victoriosa. Y cada vez que el comandante bajaba de la nave, su semblante era el de un hombre al borde del agotamiento, con los ojos hundidos y la piel marcada por la fatiga extrema. Sin embargo, no pronunciaba una sola palabra. Apenas intercambiaba un saludo con los mecánicos antes de retirarse a su camarote, esperando con impaciencia a que su nave estuviera lista para volver al combate.

En cinco días, la leyenda del comandante desconocido había alcanzado cada rincón del asentamiento. Nadie podía creer los informes: 17 Gujas, 304 Cíclopes, 34 Basiliscos, 8 Medusas, y 28 Hidras habían sido eliminados por una sola nave, y un solo comandante. Los bonos de combate por esta matanza se valoraron en mas de 5000 millones de créditos de la Federación de Pilotos. Los colonos intentaron acercarse a él, agradecidos, asombrados, con la esperanza de conocer al héroe que había salvado sus vidas. Le ofrecieron bebidas y comidas en el bar, intentaron estrechar su mano, pero el comandante siempre los rechazaba con una mirada vacía, apartándose en silencio.

Finalmente, el día llegó en que el sistema HIP 20616 fue liberado de la amenaza Thargoide. El asentamiento, antes al borde de la aniquilación, ahora estaba a salvo, pero el costo había sido inmenso, ya que cientos de comandantes habían perdido sus naves o sus vidas defendiéndolo. En la estación, los mandos y los colonos observaron cómo el comandante se dirigía a la consola de la estación, preguntando simplemente si había algún otro sistema cercano bajo ataque Thargoide.

“Lo sentimos, no lo sabemos”, respondieron los oficiales, desconcertados.

Sin decir una palabra más, el comandante regresó a su Anaconda. La nave despegó sin ceremonias, se dirigió al vacío del espacio, y pasó a supercrucero. Nadie supo a dónde se dirigió, y nunca más fue visto.

La leyenda del comandante desconocido se extendió por toda la burbuja, un guerrero solitario que luchaba en las sombras, llevando la guerra a los Thargoides con una ferocidad y determinación incomparables. Algunos decían que era un soldado que había perdido todo en la guerra, otros que era un fantasma, un mito creado por la desesperación. Pero para los que estuvieron allí, en HIP 20616, el comandante era real. Y dondequiera que estuviera, sabían que los Thargoides debían temerle.
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