Crónicas de Marshall (1). Los Dioses guíen mi pluma como guiaron mis Manticore
25 Sep 2023Topo Estepario
Han de saber las generaciones venideras en cuyas manos puedan caer estas memorias, que todo lo que aquí hay escrito no ha de desviarse ni un milímetro de lo que honradamente yo considero verdad. Los acontecimientos que narro ocurrieron tal como los recuerdo y así los transcribo, sin ánimo de ocultar siquiera los errores, malas decisiones y los no pocos deshonrosos actos que cometí y que tampoco intento justificar ni poner en favorable contexto, pues asumo que fueron llevados acabo porque debían hacerse por beneficiar a quien me pagaba por ello y no albergaba rencor ni odio alguno a quien por llevarlos a término perjudiqué. Eran negocios.Mi nombre verdadero es Turk Marshall, Comandante de la Federación de Pilotos y Subcomandante de la flota mercenaria Sine Terra Nullus Rex, creada por el Comandante Topo Estepario y que por lo que yo sé a día de hoy, sigue ofreciendo su lealtad a quien pueda pagarla, sin más freno en sus servicios que el final del presupuesto.
No juzgo a los que fueron mis compañeros, pues yo hice lo mismo y si dejé de hacerlo fue porque la edad y el hartazgo de una vida proscrita me urgieron a alejarme de todo aquello y refugiarme en la soledad de una galaxia por explorar. No busco expiar mis muchos pecados contra los dioses en los que una vez creí y a los que aún temo por la posibilidad de que existan, ni busco el perdón de una Humanidad que me ha condenado en justicia, ni contradecir el rincón de los libros de historia donde aparezco como el villano que fui y que tienen mucho de verdad... pero no toda.
Nadie nace malvado, y nadie se tiene por tal por mucho mal que haga ya que siempre encuentra razón con qué justificarlo. Aún así, nada de lo que hice fue en vano y, buena o mala, siempre hubo una razón para hacerlo.
Crecí en un sistema fronterizo siempre defendiéndose de la codicia de las grandes potencias, y así, ninguno de sus habitantes recordamos tiempos de paz. Los libros de historia de lo que una vez llamé hogar, es una sucesión de guerras y derrotas, unas veces infligidas por el Imperio y otras por la Federación. Cientos de años de drenaje de nuestra sangre, que forjaron en mi un odio desmedido e irracional a aquellas colosales superpotencias, sostenidas por facciones vasallas y carentes de todo honor y decencia.
Cientos de generaciones de jóvenes sin otro destino que el campo de batalla y ninguna otra esperanza que sobrevivir a los quince años de servicio militar en tiempo de guerra, tras los cuales son licenciados en una solemne ceremonia e invitados seguidamente a prorrogar su servicio. Pocos somos los que hemos conseguido superar los 40 años de edad sin morir o quedar mutilados. Fue quizás esta verdad la que me conminó a desertar y salir de aquel sistema sin mirar atrás, tras ver morir a todos mis compañeros de escuadrón y 20 años de servicio activo.
Ávido de aventura y creyendo que el vacío de una galaxia me ocultaba a los ojos de los Dioses, dime al buen ganar dineros con un rufián del que casi todo aprendí y buen provecho saqué a sus enseñanzas, que en los años que con él estuve medré en riquezas a tal punto que me hice con una generosa flota de naves y un fleet-carrier y nunca más he tenido que preocuparme de ganarme el sustento, dedicándome a sembrar terror y devastación por los sistemas del Imperio, satisfaciendo esa sed de venganza heredada de mis antepasados en no más por hacerlos sufrir mucho.
Y he de agradecerle mucho su última lección aprender en carnes propias no fiarse ni del mentor, demoré largos años encerrado en prisión traicionado por su codicia, y bien que me sirvió en el futuro tal enseñanza volviéndome prevenido y desconfiado cosa que me salvó no pocas veces de caer en celadas enemigas. Más la traición de un mentor y amigo mata algo en las entrañas que jamás se vuelve a recuperar. El honor y la lealtad dejan de tener sentido y se diluyen en un mar de rencor del que nunca llegan a reflotar.
Tome venganza de forma fulminante y de nada sirvieron los ruegos para que le perdonara la vida. Que hoy, con el andar de los años y la experiencia, hubiera tomado otro camino no lo hace menos satisfactorio. El recuerdo de verlo arrodillado y suplicando por su vida, balbuceando excusas peregrinas aún me causa una sensación de paz y de justicia.
Aquel trance me ganó fama de implacable a la traición, pero si fueran verdad las atrocidades que me atribuyen las leyendas, tenga por seguro el que me lea que no habría conseguido reunir siquiera un solo comandante de los muchos y muy buenos que sirvieron a mis órdenes. Cierto que la deslealtad era castigada con dureza, pero aquél que se mantuvo firme a mi lado, bien ganó fortuna y gloria, que supe ser generoso con quien conmigo lo fue en la aventura. Hasta tal punto que aún hoy muchos de mis hombres me tienen por amigo y así me ofrecieron su casa y bienes para que dispusiera de ellos cuando caí en desgracia.
Pero no demoraré más el relato con más razones. Sea el lector quien juzgue si es justo lo que cuentan de mi tras haber sabido mi historia.
Mi última batalla como soldado
Como ya dijera, pasé mi juventud de guerra en guerra, en un puñado de rocas heladas en un sistema fronterizo, defendiéndolo del Imperio y de la Federación, que se alternaban cada pocos años en darnos batalla de tal manera, que no habíamos acabado aún de guerrear con uno cuando el otro ya estaba atacándonos con grandes escuadrones que borraban nuestras naves y arrasaban nuestras estaciones y asentamientos. Así y todo, nos las arreglábamos para mantener la defensa comerciando con Tritio que minábamos en los anillos de un gigante gaseoso que había en nuestro sistema, único sustento del pequeño estado independiente que a duras penas lograba mantener el control.
Para mi no existía otra vida que la guerra, pues para ello nos preparaban desde bien jóvenes y no demoraba mucho en darnos vida castrense en cuanto los trajes de vuelo podían ajustarse a nuestros cuerpos. No más tarde de los catorce años, empezábamos los entrenamientos de combate, a los quince ibas a las órbitas a luchar y a los dieciséis, si conseguías sobrevivir ese primer año, eras un veterano.
Nunca participé de las estrategias que los generales de aquella minúscula facción planeaban para sobrevivir a tan continuo y fatigoso castigo. No obstante, los políticos se las arreglaban para mantener la moral relativamente alta y cualquier mínima victoria era celebrada como si hubiéramos conquistado Cubeo o Nanomam.
Mientras, los miles de soldados apenas entrados en la adolescencia morían frente a los escuadrones de élite de Aisling Duwal o de Zachary Hudson, mucho mejor pagados y equipados.
Cumplía yo en una semana 20 años de servicio y mi escuadrón fue enviado a defender un asentamiento minero en un satélite. A mi mando tenía a una treintena de jovencísimos soldados, con el desmesurado coraje incendiado por las arengas de la academia y la ignorancia de quien no ha entrado jamás en combate.
–Marshall –el General Zmines me habló antes de partir–, confío en que me traiga de vuelta al menos a la mitad de estos soldados.
Ya andaba yo barruntando la habitual derrota contra las fuerzas de Aisling Duwal. Llevábamos ocho largos años frenando a las fuerzas del Imperio y a duras penas habíamos logrado frenarlos un tanto en su avance. El tedio del soldado que no conoce la victoria había hecho ya mucha mella en mí, y la insensibilidad del General Zmines hablando de la vida de los que éramos sus hombres ante alguien que había derramado mucha sangre a sus órdenes terminó de abrirme los ojos. No éramos más que meras fichas en su tablero de juego.
Pero guardé silencio. Sabía que esa batalla iba a ser una carnicería. Ni siquiera el equipamiento de esos muchachos estaba preparado para soportar el impacto de una piedra, cuanto menos los de las armas ingenierizadas del enemigo. Muchos iban al combate con armaduras caseras reforzadas con titanio de desecho, rescatado de chatarrerías y fijado mediante cintas de cuero sintético. En cuanto al armamento, más les sirvieran palos y piedras, que no llevaban más que viejos lásers y karmas balísticos de las que pocas o ninguna pieza suya les quedaban con las que fueran construidas.
Guardé silencio y puede ser la única cosa de la que me arrepiento en mi vida y por la que el corazón me exige pedir perdón, que aún me parece oír sus llantos de niño cuando eran masacrados por las implacables escuadrones de Aisling Duwal.
Aquéllos púberes arremetieron con la fiereza y el arrojo de quien se siente invencible, engañados por las enseñanzas de sus rollizos instructores, más políticos que soldados, les lavaban la cabeza con himnos y banderas y poca cosa de utilidad les enseñaban en el combate. Diez cayeron nada más pisar tierra abrasados por los plasmas imperiales y seis más sin siquiera alcanzar el perímetro del asentamiento.
Conseguí reagrupar como pude a los catorce aterrorizados cachorrillos que quedaban, obligándolos casi a patadas a ponerse a cubierto tras una loma a resguardo de la vista de los que atacaban el asentamiento y que ya se habían hecho con él con facilidad. Ni siquiera gastaban munición en dispararnos, sólo tenían que esperar que se agotara la energía de nuestros trajes y morir asfixiados y congelados parapetados tras aquella loma sin dejar que nuestras fuerzas nos dieran socorro. Una tras otra derribaban las naves que intentaban acudir en nuestra ayuda y ni siquiera atendieron nuestra petición de rendirnos. Se querían divertir viéndonos morir lentamente.
El General Zmeni me aullaba encolerizado por radio, conminándome a atacar y no atendía a las razones que yo le daba sobre lo imposible que era realizar su orden, que ni siquiera con un batallón de hombres curtidos como yo era posible tomar aquella plaza sin un coste de vidas inasumible, cuanto menos con aquella docena larga de infantes aterrorizados, poco o nada entrenados y mucho peor pertrechados.
Viendo que de los nuestros no íbamos a obtener socorro y asumiendo que estábamos sólos ante una muerte tan cierta e inevitable, urdí a la desesperada un plan peregrino que nos sacara de aquel atolladero.
Busqué entre las caras de aquellos adolescentes alguno que me pudiera asistir. Todo eran caras de terror tras el plexiglass de las escafandras y ríos de lágrimas sin enjugar. Todos menos una soldado que con el arma desenfundada disparaba con arrojo hacia el asentamiento.
—¡Soldado Josephine Hardin! –la llamé– ¿Sabe usar el enlace energético?
Hardin señaló su cinturón.
—No tengo, señor, se acabaron en el reparto, pero tengo 4 células de energía.
–No lo vamos a usar así. Reparta sus células con sus compañeros pero quédese con una y que uno de ellos le preste el suyo. Si lo que vamos a hacer sale bien no le harán falta, y si sale mal tampoco.
Si Hardin albergaba alguna duda sobre mi orden no la manifestó, se limitó a cumplirla y a venirse agachada frente a mi en actitud de escucha.
–Sabes que si no hacemos algo estamos muertos ¿Verdad, Hardin?
La soldado Hardin asintió discretamente. La puse al corriente de mi plan y tras reabastecerse de munición, ordené que a mi señal todos los demás dispararan sus armas por encima de la loma hacia el asentamiento sin exponerse.
Los comandos de Duval respondieron al fuego reciamente, descargando toda la potencia de sus armas contra la loma. El polvo levantado por los miles de impactos nos envolvió. Era el momento.
Le hice una seña a Hardin para que me siguiera agachada. Rodeamos la loma hacia un cañón que discurría paralelo al asentamiento y que nos serviría de trinchera ocultándonos a los ojos de los imperiales, que cegados por la diversión de creernos acorralados y vencidos, obviaron la prevención de asegurar el perímetro.
Conocía bien aquella base. El edificio del reactor estaba unido al hábitat donde se encontraban las alarmas y los controles de acceso en el lado norte del asentamiento. Ellos estaban agrupados al sur divirtiéndose con el resto de nuestra escuadra que no dejaba de dispararlos con ningún acierto, pero cumpliendo el objetivo de distraerlos. La tenue atmósfera de aquel planeta nos traían sus risas y burlas.
Le hice una seña a Hardin para avanzar hacia el edificio del hábitat. Al no llevar el cortador de plasma ni fisura que nos franqueara el paso, rogué para encontrarnos con el cadáver de algún técnico que tuviese el perfil autorizado correcto para abrir la puerta.
Hubo suerte para nosotros más que para el pobre desgraciado que cayó de camino a refugiarse del ataque en la trinchera donde estábamos nosotros y a la que nunca llegó.
Así, una vez clonado su perfil de autorización, nos encaminamos aprovechando las sombras del atardecer hacia el hábitat.
Dos comandos charlaban distraídamente y nos cerraban el camino. Señalé el enlace energético de Hardin a lo que ella respondió desenfundándolo y activando la sobrecarga. Señalé al guardia que estaba más cerca e hice el gesto de que yo iba rodearlos para atacarlos a la vez y por sorpresa.
Me aposté tras unas cajas, asegurándome que tenía visual de la posición de Hardin para coordinar el ataque y no bien puse un pie fuera de mi escondite, la vi hacer lo propio. Nos deshicimos de ellos en un suspiro y sin más entramos en el hábitat desactivando las alarmas.
El siguiente paso era desactivar las defensas del asentamiento que impedían que nuestras naves acudieran a sacarnos de allí y que estaban en un edificio aledaño y muy peligroso para alguien que busca esconderse. Había que atravesar un enorme hall al descubierto coronado por una corrala desde la que se tenía visión diáfana de él. Si había alguien en ese edificio iba a ser difícil pasar desapercibidos. Nos apostamos uno a cada lado de la puerta, desenfundé mi Tormentor silenciada y mirando a Hardin la dije que no abriera fuego con la suya haciendo el gesto de "silencio", conté hasta tres y entramos revisando frenéticamente los balcones superiores... al fin algo de suerte, nadie había.
Subimos al piso superior cubriéndonos el uno al otro y desactivamos las torretas del asentamiento, llamando seguidamente al centro de mando para que no demoraran el envío de refuerzos y nos evacuaran de allí.
Los imperiales no tardaron demasiado en darse cuenta de lo que ocurría cuando las primeras Vultures empezaron a aterrizar sin que las defensas del asentamiento respondieran, pero sí lo suficiente para que los trece soldados que se refugiaban en aquella loma, subieran a las naves como alma que lleva el diablo.
Nosotros no lo teníamos tan fácil. Teníamos que cruzar el asentamiento abriéndonos paso a tiros para llegar al punto de extracción. Ya teníamos sobre nosotros a cinco comandos imperiales buscándonos por las inmediaciones y no tardarían en dar con nosotros para darnos muerte. Hardin y yo nos miramos, asentimos y ella sacó su Tormentor.
Salimos del edificio en tromba disparando a todo lo que se movía. Tres imperiales cayeron sin siquiera quitar el seguro de sus armas con mis primeros tres disparos. Hardin abatió a los otros dos que aún no habían activado sus escudos y a un sexto que acudió en ayuda de sus compañeros le reventó la cúpula del casco de un golpe de culata, cayendo al suelo entre estertores de asfixia y descompresión.
Los demás, ensordecidos mientras atacaban a la Vulture que nos esperaba, no dieron cuenta de nuestra escaramuza detrás de ellos y ya armados con las flamantes armas imperiales que robamos a los muertos diezmamos sus fuerzas antes de que pudieran cubrir la retaguardia por donde los atacábamos.
Ambos disparábamos a dos manos y fue tal la fiereza con la que los acometimos, que abrumados y desconcertados los imperiales creyéndose superados en número huyeron hacia sus naves a refugiarse bajo sus escudos, momento que aprovechamos, sin creernos nuestra suerte, para volar hacia la Vulture que nos esperaba sin darles tiempo para que pudieran darse cuenta del engaño.
Ya en la nave de rescate, Hardin aún hervía de adrenalina. Todavía empuñaba las dos armas imperiales que había cogido y las apretaba tan fuerte que las culatas crujían como los refuerzos de una nave entrando en la atmósfera. Con suavidad le puse las dos manos sobre los cañones y los bajé hacia el suelo.
–Bien hecho, Soldado Josephine Hardin, pero ya te puedes relajar.
Hardin reaccionó y me miro como saliendo de un sueño, se miró las manos y se metió las armas en el cinturón de su remendado Dominator.
–Ha sido emocionante, Comandante.
Sonreí con el comentario, pues en ese momento no creía que Hardin fuera consciente de lo cerca que estuvo de morir en ese lance. Años más tarde, cuando nos reencontramos, pude comprobar que no era inconsciencia sino templanza lo que vi en aquel rostro, en las muchas aventuras que vivimos.