Crónicas de Marshall (2). Una propuesta que no pude rechazar
21 Nov 2023Topo Estepario
Los días posteriores a aquella batalla fueron frenéticos. El General Zmines me formó un consejo de guerra por no obedecer su orden de atacar a los invasores de aquel asentamiento y de nada sirvieron los testimonios de los catorce supervivientes de aquel comando.Aquellos muchachos intentaban favorecerme con su testimonio, no en vano, fue gracias a Hardin y a mi que estaban vivos, pero su inmadurez y la mala fe del fiscal en el interrogatorio volvía aquellos argumentos en mi contra. Sólo Hardin consiguió sortear las trampas del fiscal y éste dio por terminado su testimonio en cuanto se dio cuenta que no iba a dejarse manipular para servir a su pantomima. El General le había dado una orden clara: de ahí yo tenía que salir condenado a muerte por traición.
El veredicto fue rápido y la sentencia fue la prevista. En siete días iba a ser colgado del cuello hasta morir, ni siquiera me iban a conceder la gracia de morir por las armas como prefiere todo soldado.
Dos días antes de mi ejecución, uno de los guardias vino a mi celda, sin decir una palabra me esposó las manos a la espalda.
–Tienes visita.
Desconcertado, le pregunté que quién era. El sólo se encogió de hombros y me conminó con un gesto a que caminase delante de él. Me di cuenta de que no me llevaba al ala civil, donde se reciben las visitas, si no que se adentraba en la instalación penitenciaria orbital hacia la zona de ingeniería. Abrió la exclusa de un oscuro depósito de tritio, me quitó las esposas y con un gesto de la cabeza me ordenó entrar. Él se quedó fuera.
Olía muy fuerte al combustible y estaba en una inquietante penumbra. Oí unos pasos que se acercaban lentamente desde el fondo del depósito con el chasquido del anclaje magnético de unas botas contra el suelo.
–Señor Marshall, no es fácil llegar a usted. –el eco de aquella estancia me traía una voz ronca y con un fuerte acento de algún remoto lugar a muchos cientos de años luz de allí.
–Bueno, es lo que tiene estar condenado a muerte en una prisión de máxima seguridad.
–¡Oh, no! No es por eso. Normalmente no tardo más de veinticuatro horas en conseguir lo que quiero de cualquier funcionario... pero se ha creado un poderoso enemigo con el General Zmines y me ha costado mas tiempo y créditos de lo habitual. Pero bueno, al fin aquí estamos.
Al fin salió a la luz un hombre pulcramente vestido con un traje que parecía hecho por el mismo sastre de Zachary Hackman, la cabeza afeitada reflejaba la tenue luz. Rondaría los cincuenta años y se notaba que en su juventud había sido de complexión atlética pero hoy, puede que propiciado por una vida más acomodada, parecía ir coqueteando con el sobrepeso.
–Bueno, –la situación me impacientaba un poco– supongo que no es una visita de cortesía y no tiene pinta de dedicarse a poner en orden el alma de quienes se van a enfrentar a los Dioses en breve. ¿Qué quiere?
Aquel hombre sonrió, sacó una cajetilla de cigarrillos y me ofreció uno. Lo rechacé.
–Mi nombre es Marcus Talleen, y tengo un don para encontrar talento en esta galaxia tan llena de mediocridad. Su actuación en aquel asentamiento ha impresionado a mis patrocinadores.
–Bueno, no es que me sirviera de mucho más que para vivir unos días más.
–Precisamente, amigo, precisamente. Usted debiera haber muerto nada más haber pisado aquel planeta. Así estaba dispuesto.
Estaba dispuesto... aquello me dejó mudo.
–Bueno, no usted en concreto, claro, sino quien estuviera al mando del batallón que fuera a defender el asentamiento. No es usted tan importante.
–Vaya, eso me tranquiliza.
–No pierde el sentido del humor, eso es bueno, Señor Marshall. Pero vayamos al asunto. Tiene usted un talento que yo necesito. Ya no tengo edad para encargarme yo mismo de ciertos asuntos y se me hace necesario delegar ciertas tareas que requieren ciertas habilidades que si bien usted aún no posee, yo me veo capaz de desarrollar.
–¿Quiere que me convierta en mercenario? –no oculté mi desprecio hacia la propuesta. En aquella época consideraba a los soldados de fortuna como un mal que corrompía todo. Piratas y mercenarios hostigaban a nuestros mineros y naves de transporte y no tenían ningún escrúpulo en dejar las cápsulas de salvamento a la deriva en el espacio, cuando no practicaban puntería con ellas por mera diversión.
–No creo que tenga muchas opciones, Marshall. Pasado mañana estará colgando de una soga y cualquier escrúpulo que ahora tenga carecerá de importancia ya. Cierto es que parte del trabajo puede parecerse a eso que tanto desprecia, pero no le voy a sacar de aquí para que arriesgue su vida por unas pocas toneladas de basura y un puñado de créditos por deshacerse de algún rival incómodo. Yo le ofrezco mucho más, le propongo poder llegar a ser una de las personas que mueve los hilos. Comprobará que esa gente que usted mira desde abajo es mucho más manejable de lo que cree si sabe que teclas tocar y que puede forzarles a bailar para usted... si toca la música apropiada.
He de confesar que no me atraía mucho la idea de acabar penduleando en aquella soga.
–Bueno –la propuesta ya no me parecía tan mala–, sinceramente, eso suena mejor aunque no lo hace más honorable.
–No está en posición de hacerse el digno, Señor Marshall ¿qué decide?
No tenía muchas opciones, así que acepté.
–Bien, Señor Marshall... o mejor, Comandante Marshall. Tendrá que acostumbrarse al tratamiento.
–¿Comandante? ¿voy a trabajar para la Federación de Pilotos?
–Nominalmente sí, pero bueno, ya sabe que la Federación de Pilotos no es que sea un círculo muy cerrado. Cualquier miserable con los créditos suficientes para comprarse una sidewinder ya exige que se le llame "Comandante"... pero comprobará que hay comandantes pequeñitos sin aspiración alguna y hay comandantes con la valía suficiente para ganarse ese tratamiento. Si no me equivoco, y pocas veces lo hago, creo saber a qué grupo pertenece usted, Comandante Marshall.
–¿Y ahora qué? No creo que haya dinero suficiente para obligar a los guardias a abrirme las puertas.
–No, dinero no –Marcus sonrió, se dirigió a la puerta y llamó discretamente.
El guardia que me había traído a la cita abrió y Marcus, con una rapidez felina sacó de su chaqueta una pistola y antes de que el guardia supiera lo que estaba ocurriendo sus sesos se esparcían por la pared del depósito.
Me quedé petrificado, mientras Marcus guardaba la pistola y salía por la puerta andando con tranquilidad. Se paró brevemente, me miró y sonriendo dijo:
–¿Nos vamos?